29 septiembre 2010

Punky Brewster


Miau, mi nombre es Punky Bruster, sí, soy yo, la de la foto; y estoy aquí para contaros el resumen de mi vida, que he acabado hace tan solo un mes cuando fallecía en el patio de mi casa con 16 años humanos. Os lo detallaré todo en un momento de forma no muy detallada para que no os canséis, qué sé, que por aquí los que leéis este tipo de cosas sois personas y no animales. Si fuerais perros seguro que os entremecería vuestro sistema nervioso y originaríais una gran cantidad de saliva canina haciendo tiempo en lo que cuento dónde está mi cuerpo sepultado.


En cuanto recuerdo, nací en el sur de Tenerife, concretamente en Los Cristianos. Allí una amarga felina, mi madre, nos parió a todos mis hermanos y mí entre cómodas cobijas de bolsas de basura y música clásica proveniente de los tubos de escape del tráfico que circulaba sobre mi parque donde hacía ejercicios. La relación familiar era muy parecida a un rollete de una noche porque, un día me dejó chuparle las tetas sin saber su nombre -leche que por cierto sabía amarga resultado de la dieta desequilibrada de la basura- y al siguiente día me dejó despertarme sola sin despedirse para siempre. No me preocupó mucho la depresión que vino contigua a la huerfanidad. Morí de depresión al instante, sin embargo pensé: me quedan 6 vidas y no les pretendo llorar.


Volví a nacer, ese mismo día en el que la desaparecida Margot me abandona -sé que no es su nombre real, pero se le asemeja al amargo de su leche-, cuando dos bolsas cargadas de sensibilidad trajeron unos restos de comida entre sábanas negras; y se percataron de mi juventud. Habría preferido que me hubiesen aupado entre sus brazos, pero me conformé en el momento con que me elevasen pinzándome mal por mi espalda con dos dedos asqueados, porque, aún residiendo tan sólo un día en ese punto de residuos, mi cola sabía que quedarse ahí, no me prometía una vida en la que pudiese conservar un pelaje que la vida merecía. Por lo que, sabiendo esto, densifiqué todas mis preocupaciones en que pudiesen apreciar la sonrisa más simpática posible. Se endulzaron y lo conseguí .El hombre y la mujer decidieron llevarme consigo a su guarida, algo que yo muy felizmente acepté.


Maullé de alegría al ver mi nuevo hogar. Era la casa de mis sueños. Tenía comida y agua, un lugar fijo donde pasar la noche con favorables sábanas que cumplían su función; hilos de ropa sobresaliendo de los armarios a un salto de mi cama si quisiese jugar con ellos, e inclusive se me ofrecía una limpieza completa, o sea, con peinado y demás cursiladas. Pero, como le pasa a mi amigo Silvestre, el que fuera donde fuera los problemas le “florecían”, siempre hay un diablillo que te hace la vida imposible, y en mi caso eran dos: Steven y Leo. Unos niños de Satanás, que en un principio me cuidaron como a una más de la familia…¡Hasta que se hartaron de mí! Y a partir del corto principio, los malditos no cesaban para detener de torturarme tirándome de las piernas como si fuera un martillo olímpico y dándome las correspondientes vueltas en el aire hasta quitarme otra vida, mas encontré la forma de vengarme. Por las noches se levantaban a oscuras para ir al baño y mientras atravesaban el salón, era el momento en el que apresaba con mis garras sus delgadas piernas para resultar con gritos que me daban la victoria. Cómo sumamente me regocijaba bajo la mesa cuando los oía llorar y verlos retornar a la cama corriendo. Al final "miauburrí" de ello, y ellos de mí.


Mi rutina se estableció en un apartamento de Guaza. Salía cada día al balcón delantero a espiar sin disimulo los gatos y perros del vecindario mientras mi pelo se calentaba con los rayos del sol, así cuando Alison llegara a casa y se tumbara en el sofá, me acariciase por una sensacional cantidad de tiempo. A todos les encantaba deslizar sus manos por mi cuerpo en caliente. Después solía irme un ratito al balcón trasero a cotillear lo que los vecinos domésticos tenían que decir sobre la prensa felina -quien sabe si algún macho fortachón se alojara en algún escondrijo del pueblo-, saber si les sacaban a pasear, si les llevaban a el veterinario,…No podría quejarme de mi ubicación, me enteraba de todo. A veces tras cotillear y en coincidencia con la hora de comer me iba corriendo a rogar una loncha de jamón cocido o si tenía suerte a darme un yogur. Una vez me quitaron otra vida al servirme comida de perros… Porque estaba de oferta en la tienda. Entonces, después de toda mi rutina, cogía y me iba al cuarto de los chicos a tumbarme en la cama de Leo antes de que él llegara del colegio y cerrara la puerta el hermano y no me dejara disfrutar de sus caricias que me hacía por detrás de las orejas y debajo del mentón. Era muy divertido estar con él, me hacía mucha gracia verle intentar hablarme en mi idioma y verle pensar que yo le entendía. En realidad sí que era verdad que nos entendíamos, no por que intentase hablar gato, sino por la expresión de su cuerpo y la mirada.


Os creéis que no salía nunca, ergo es erróneo pensar eso. Yo solía salir mucho, hasta que un día un bienaventurado macho me puso en camino a criar cinco gatitos. Creo recordar haber tenido un embarazo, no tan largo como el de la vecina, pero sí especial. Al contrario que Margot, mi madre, los tuve en un lugar higiénico, como es el armario de mi ama, y bajo la supervisión de la matrona, la noche. A la mañana siguiente la casa entera se puso en pie y yo estaba tan cansada de hacer de madre, que decidí no seguir ejerciendo y les dejé coger mis hijos, revueltos en salsa de tomate natural, de la misma forma que me cogieron a mí the first time -un poco de inglés tengo mostrar, sino vaya bobería vivir con una familia bilingüe-. Y duramos unas semanas, en las que me recuperaba. Todos felices. Jamás habíamos sido tantos en la familia. Pese a ello, sabíamos todos, que no podían quedarse y que tendríamos que decirles adiós. Con ello me quitaron la vida una vez más, no obstante, esta vez yo fui partícipe. Al menos ellos sí tuvieran la suerte de saber el nombre de su madre.


Pasaron los años e intercambiamos de casa. Le dije adiós a todas las esquinas que marcaban mi territorio y a todas mis vivencias que se produjeron en tal piso. Pasé hoja, leí y me adentré en una casa mejor, un chalet, donde podía correr más de 3 segundos sin tener que cambiar de dirección, donde las mariposas volaban cerca del césped, ignorantes de mi arte de cazar; donde el sol lo podía coger en cualquier lugar que quisiese y más tiempo estar en un mismo sitio aburriéndome de estar aburrido de aburrirme cuando me aburro de aburrirme; donde me podía subir a los árboles y mirar la mar de escondites de roedores que próximamente comería; donde podía presumir ante mis vecinas de no tener vecinas si las tuviese…Una chulada, que como os podéis imaginar, y vuelvo a recordar a Silvestre, nada es perfecto. Llegó un nuevo humano a instalarse de paredes para dentro. El nombre que dicha criatura horripilante le fue concedido, es el de Alison Junior. Quién me iba a decir, que una niña tan indefensa tuviera el poder de adornar mi vida de oscuras pesadillas, que no iban a juego con los sueños que tenía en mi tranquilidad. Mi comida pasó a estar al aire libre, ya no podía entrar a mi propia casa, por lo que ya nadie me acariciaba; me dejaron de comprar regalitos por culpa de los gastos de esa mocosa; Así mismo, todo se fue modificando en un despliegue de injusticias. ¡Yo llegué primera¡ Esta vez, yo me suicidé.


Me quedaba un vida y tenía que cuidarla requetebién si pretendía abandonar esta vida por viejita. Y me acostumbré a la idea de tener que vivir a sabiendas de que nunca más volvería a estar dentro de mi casa. Lo que nunca me imaginé es que esa familia me trajera una perra llamada Luna -como si yo necesitase con mi edad un cachorro con el que jugar-. Pues “esa perra” convirtió la poca tranquilidad que me quedaba en los pocos metros de césped, en los que entonces me dejaban estar, en un martirio constante. Sí era verdad que llegué a enseñarle a base de arañazos, que no tenía que intentar hundirme la moral molestándome, y más encima, para que juegue a la pillada con él -lástima que nunca llegué a quitarle un ojo-. Con el tiempo cogí costumbre y me habitué, también, a vivir entre excrementos de perro. Pero, por si nadie se hubiera dado cuenta de que ya bastaba con hacerme sufrir, a uno de los chicos, ya mayores muchachos, le dio por comprar un Piy-bull y meterlo en casa. ¿En qué estaría pensando? Pues no voy a mentirles, yo me subí al tejado maramamiau miau miau, y sentadito me puse triste y azul a la espera de que la bestia se durmiese y me dejara comer. Yo tenía la esperanza de que eso ocurriera, pero poco a poco la fui perdiendo junto a los kilos ¿Y qué más queréis que os cuente? No pasó nada más, nada se le sumó. Bajé el día que me quedaban las suficientes fuerzas para comer y cuando toqué el piso me dio un desmayo y ahí me quedé, dormida elevada a infinito.


Aunque, ¿porqué sigo hablando? ¿Es esto un sueño? ¿Los gatos soñamos? Pues no. La respuesta está en que los gatos tenemos 8 vidas, aunque las canciones digan lo contrario y yo sólo haya mencionado 7 muertes mías. Lo cierto es que sigo viva, mi cuerpo probablemente esté siendo triturado por las máquinas de una instalación de recogida de basura -lo siento por los perros que han leído esta entrada-, pero yo sigo viva y está ultima vida la estoy viviendo en absoluta tranquilidad y coleando de otra manera. Creedme, sino no os estaría contando todo esto desde el corazón de mi familia.


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